Apago la luz, cierro con fuerza los ojos y evoco a la niña que fui. Aquella cabaña en el bosque. Las pupilas fosforescentes detrás de los castaños. ¡El hombre del saco, que viene el hombre del saco! Jugábamos a ser magos en la medianoche y despertábamos envueltos por la neblina, tiritando de frío y con la decepción apretándonos el pecho. Así, un otoño tras otro, se fueron desvaneciendo las incertidumbres. Inés y los demás no supieron ponerle parches a la luna, y yo, aunque necesito envolverme de lluvia cada madrugada, he borrado demasiado rápido el olor de las luciérnagas.
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