Y aquí es donde entra en acción una respetable y virtuosa "señora" escondida tras el apelativo de "Vieja Encina". Desde su sencillo y entrañable blog, me animaba a pasearme otra vez por las callejas clásicas, llenas de sabor y tipismo del auténtico, y me alentaba a conocer los cambios habidos en las ramblas, plazuelas y nuevas y grandes avenidas de la ciudad. Ella me guiaría a lo largo de mi estancia en la capital; me enseñaría su villa natal, La Zubia; me presentaría a sus amigos del Club de Lectura y de la Biblioteca... ¡en fin! haría de anfitriona convidante en el más amplio sentido de ambas palabras.
Como narré en mi entrada anterior, llegué a Granada y salí de Granada yo solita con mi mochila a cuestas, aunque, eso sí, con la maleta repleta de inesperados afectos y con mi gato, Kafeto, al otro lado de la línea y extrañamente enganchado a un teléfono tan invisible como inexplicable. Visité la Zubia, su parque de la Encina, su Biblioteca. Conocí a Lola, Maruja y Silvia. Me agasajaron, me mimaron. Me recibieron y despidieron con los brazos abiertos. Vamos, como se suele decir, "me trataron como a una reina", aunque en mi caso, mejor diría "me trataron como a una presidenta de la república", es decir, con todos los honores y fanfarrias. Tan envuelta por la emoción me encontraba, que mientras permanecí en tan grata compañía no me percaté de que el tiempo volaba y volaba. Y, detalle que omití en mi primera entrada, Kafeto, mientras tanto ¿en Madrid? esperando mi llamada. Tampoco os he contado que a mi gato le hubiera hecho una ilusión tremenda acompañarme en el viaje. ¿Motivos? Aparentemente, dos pizpiretas gatitas negras zaínas que, desde su alojamiento gratuito en la finca de los García Lorca, y previendo mi llegada (ya se sabe que los gatos tienen una extraña telepatía para presentir los acontecimientos que a nosotros nos pasan inadvertidos) olisquearon a distancia un perfume, para ellas cautivador, que les llegaba desde mis ropas y mi maleta. Bien es verdad que, a lo mejor, no es tanto el milagro ya que me alojaba a corta distancia del paraje por donde deambulaban las gatitas.
Toda esta explicación viene a cuento porque Kafeto, el muy tunante, aliado a mis espaldas con la susodicha Encina, les había prometido que me acompañaría a conocerlas. Pero no. Kafeto no estaba por la labor de incrementar su nómina de amistades gatunas. Fue su gran pretexto. El granuja a quien pretendía rondar es a una graciosa y simpática ratita rusa de precioso pelaje color nieve de enero, de nombre desconocido para mí, que compartía rincones en la Huerta de San Vicente con las gatas antes mencionadas. Por eso digo que he descubierto el secreto de la Vieja Encina. Ahora lo veo todo muchísimo más claro. La ira de Kafeto. La llamada de Kafeto. El interés de Kafeto. En definitiva: ¡Qué orgullosa estoy de Kafeto!
De todo este peregrinaje he sacado dos conclusiones: Que los gatos son mucho más inteligentes de lo que nos dan a entender y que, tanto Kafeto como yo, hemos hallado en Granada motivos para regresar el día menos pensado.
F I N