Isabel hablaba y hablaba con ese gesto tan suyo de mirada inflamada y ojos desorbitados. Su interlocutora, respondía a las preguntas con monosílabos entrecortados y sonrisa poco convincente. ¡Oh…! No… ¡Oh…! Yo… No… Pero ella insistía en su indignación, como poseída por un sinfín de buenas razones que la llevaban en volandas a postularse en abanderada de la ley y el orden.
Era temprano, apenas el mediodía acababa de empaparse de cemento y discos en rojo. El Paseo del Prado engullía con su murmullo a los más diversos visitantes que en la mañana otoñal respiraban los aires contaminados de la ciudad. Una improvisada banda, apenas seis o siete músicos aficionados, interpretaba con estruendo insoportable el tema principal de la película “Bonnie and Clyde”. Encinas, eucaliptos rojos, castaños de indias y algún que otro ciprés común se dejaban divisar a lo lejos en el cercano parque del Retiro.
Furibunda, aunque coloquial, trataba de entender el razonamiento que en un español apenas perceptible le brindaba aquella chiquilla de pelo oscuro, mal recogido en una trenza, y modales irreverentes y desafiantes. Yo a ti, no. Nunca a gente de aquí. Yo nunca a ti. Al cabo de casi media hora de desigual conversación, los colores del arco iris aparecieron levemente en el horizonte, en su semblante. La borrasca emocional tomaba otro cariz. Diríase que una especie de bálsamo protector y comprensivo se extendía sobre la escena matritense. El tono de su voz empezó a moderarse. Las palomas y los gorriones volvieron a agruparse en torno a un quiosco de prensa cercano, de donde habían escapado momentos antes, invadidos por el pánico, como si se les viniera encima un accidente nuclear.
Esther, al principio del encontronazo con las tres desconocidas, no daba crédito al aluvión de improperios que su amiga lanzaba contra ellas. Durante unos instantes, incluso se postuló claramente del lado de la honestidad y reaccionó con firmes y acusadores alaridos para afear la conducta de las supuestas ladronas. Luego, interpretó con claridad que su intervención no era en absoluto necesaria y se quedó a la expectativa en la retaguardia.
¿De dónde sois? ¿Cuántos años tienes? Ya… ya. Isabel escuchaba y escuchaba con ese gesto suyo, tan habitual, de mirada lluviosa y ojos de jarabe de melaza. Momentos después descendía por las escaleras mecánicas de un centro comercial cercano, camino del supermercado. Tras ella, desconcertadas y con entusiasmo mal disimulado, andares agradecidos y espíritu conciliador en sus semblantes, tres muchachas callejeras, de profesión amigas de lo ajeno, daban por terminada la jornada laboral.
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