Apenas son tres las horas que caen sobre la noche en el barrio madrileño de Vallekas y Kafeto, mi gato, se atusa sus melenas con cuidado y suavidad. Es feliz. Le gusta, junto a mí, escuchar música a través de los altavoces del ordenador... mientras trastea con lo primero que encuentra al alcance de sus bigotes. Es gato. De vez en cuando, se queda quieto, muy quieto, con las orejas al viento, como si lo único importante de ese mágico momento fuera mantener toda su atención sobre el cha cha chá, el bolígrafo, las teclas o la voz que desde el interior del aparato misterioso comienza a desgranar unos versos de Miguel Hernández... “no perdono a la vida desatenta...” Kafeto, creo haberlo dicho antes, es gato y los gatos no perdonan a la vida que desatienda muchas voces porque su origen desagrade a las gentes de bien...
En la sobrenoche, lluviosa y breve, nuevos ritmos latinos rompen el alba. Más allá, los duelos. Más acá, las coplas. Kafeto se me queda mirando fijamente ¿Gentes de bien? ¡Pero qué me cuentas! Los gatos no comprenden que la vida sólo deban disfrutarla los armiños inertes y los charoles inmaculados. Los gatos son muy curiosos y desde mi ventana se divisan con toda nitidez los visillos desgarrados, el desaliño en los ojos y las arrugas adormiladas sobre la mesa camilla. Apenas son seis los meses que Kafeto lleva de gato y aún no le he contado que en la calle, a dos pasos de esta habitación, viven seres como él y como yo, a los que un mal día las buenas gentes de bien de otros países de bien embaucaron al son de placeres virtuales y les obligaron a llenar la maleta de sueños locos. Aún no se lo he contado... pero él ya lo sabe. Porque Kafeto es gato.
Suena una radio desde el interior del aparato misterioso y Luis Pastor recita a Saramago con la pasión de un adolescente.
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