El cartel reposa a los pies de una joven morena cuya melena, recogida en dos trenzas que acarician y adornan con delicadeza sus hombros desnudos, hace juego con el tono tostado de su piel. Ella permanece sentada sobre un vetusto y desgastado escalón de granito. Se gana la vida decorando abanicos. Desde que llegó a la capital, como tantos y tantos emigrantes procedentes del otro lado del océano, persigue con anhelo el sueño europeo. De vez en cuando, levanta una mirada inexpresiva y ausente y la eleva por encima de los paseantes como si buscara la presencia de alguien a quien solo ella echa de menos. Apoya su espalda en unas rejas de hierro desconchadas, que separan el bulevar de un pequeño recinto ajardinado, donde lirios y azaleas comienzan a florecer. En su mano derecha sujeta un diminuto pincel tintado de negro con el que acaba de rubricar, sobre las tiernas varillas de madera, una de sus últimas creaciones. A su alrededor, los transeúntes van y vienen por el extenso paseo, la mayoría de ellos sin reparar en su presencia. Tampoco la mercancía que ofrece con una tímida y triste mueca, que pretende ser una sonrisa, llama demasiado la atención de los viandantes. Solo algunos niños se quedan absortos, mientras contemplan boquiabiertos las variopintas y curiosas imágenes de tribus indígenas que hay dibujadas en cada uno de los abanicos que, en torno a la muchacha, están esparcidos por el suelo, protegidos de la humedad de las baldosas por un tapete rojo carmesí. Es mediodía. Por las puertas que dan acceso a una cercana estación ferroviaria aparecen y desaparecen (bajo su decimonónica marquesina presidida por un regio y centenario reloj) viajeros, turistas, farsantes o habituales visitadores de la gran ciudad. Verónica separa sus ojos de otro abanico recién decorado y los fija con vehemencia en el semáforo que atraviesa la gran calzada. Verde… Rojo… Cada vez que la señal de tráfico se vuelve intermitente, la respiración se le se acelera y sus pupilas se agrandan como dos nebulosas incandescentes expandiéndose por el firmamento.
El caminante de los cabellos grises y los ojos oscuros se dejó ver por el paseo la mañana de un soleado y brillante día de marzo. Llevaba colgada de su espalda una minúscula mochila; en el centro, medio borrados por el uso, aún se adivinaban los restos de un paisaje del extremo sur norteamericano. Se paró delante de los abanicos y sonrió emocionado. Algo le había llamado la atención. ¿Aguascalientes, conoces Aguascalientes? El acento de aquel hombre, cálido y musical, la transportó en una décima de segundo a mundos perdidos, a recuerdos tan lejanos en el tiempo como cercanos en la memoria. “Va para diez años que dejé allá a mi familia… Mis abuelos contaban que, según una leyenda, descendíamos de los indios chichimecas”. El caminante se sentó a su lado y conversaron durante horas. Ninguno de los dos se percató de que el multicolor de los abanicos se iba mezclando con el violeta y el rojizo del atardecer y, más tarde, con el intenso azul de la medianoche. La diferencia de edad entre Verónica y el desconocido no fue obstáculo para que surgiera entre los dos una bonita historia teñida de acuarelas con tonos pastel. El viejo edificio de la remozada estación acogió complacido los encuentros de la pareja. Los días se escabullían jubilosos, revoloteaban exultantes; jugueteaban traviesos entre los gestos y las palabras. Él, la hablaba de una niñez revestida de pobreza, calles sin alumbrado y platos de frijoles con cebolla… Ella le respondía con inagotables historias entre casas encaladas, noches al raso en busca de un aire fresco por donde respirar la vida del día siguiente y alpargatas desgastadas de tanto caminar tras la huella de un futuro tan incierto como descorazonador. Él era un espíritu trashumante con el rumbo abierto hacia cualquier país, con una ruta sin final marcada en trazos discontinuos en el mapa de su vida. A ella nunca se le hubiera ocurrido imaginar que sería la protagonista de un hermoso cuento de hadas como los que su madre le contaba de pequeña, tumbadas las dos sobre un raído colchón de borra, mientras trataba de hacerla olvidar que aquel era el único alimento que durante noches y noches tendrían para llevarse a la boca.
Verónica y el viajero jamás se hicieron promesas. Por eso, cuando él guardó con disimulo y sonrisa de despedida uno de los abanicos pintados por la joven, ésta supo que aquella sería la última vez que lo tendría cerca. Aceptó su marcha sin un reproche, pero el colorido con el que engalanaba los abanicos se apagó de golpe. Durante algunos meses, incluso desapareció. Los paisajes se volvieron cenicientos; las figuras perdieron el brillo; los tonos se mostraban desvaídos, con aspecto taciturno y rostros carentes de alegría. Luego, poco a poco, los malos vientos fueron dejando paso a la resignación. El mundo no había desaparecido y por muy desagradable que resultara amanecer con la sensación de soledad pegada a los pulmones, debía sobreponerse al desánimo. No era el primer desengaño. Sobreviviría. Estaba convencida.
Bocanadas de aire templado y húmedo levantan y extienden a lo largo de la acera del céntrico paseo las hojas desprendidas de los árboles caducos. Termina setiembre y, aunque se adivina la llegada del cambio de estación, el clima de la ciudad tarda algunas semanas en borrar la sensación de bochorno propia del recién acabado estío. Más de dos años han transcurrido desde que un viajero con la mochila cargada de duendes y fantasías desapareció sin dejar rastro entre la multitud de pisadas que traspasan a diario las puertas automáticas del complejo ferroviario. Hoy, la ciudad se viste de gala porque la fiesta de la democracia tiene una próxima cita con las urnas. En una de sus principales plazas se concentran desde la madrugada montones de jóvenes, en su mayoría, cautivados por aires frescos y renovados que claman a la sociedad para que ciudadanos de todas las ideologías exijan un porvenir común sin escalofríos ni sobresaltos. Atraída por la curiosidad, Verónica decide trasladar su puesto de abanicos junto a los tenderetes de los activistas. El colorido y la animación en esta improvisada ágora del siglo XXI es espectacular. Observadora al principio y solidaria después, se integra en un corrillo de los muchos que, a primera hora de la tarde, inundan con sus reivindicaciones el kilómetro cero de la metrópolis. Cánticos, proclamas, asambleas resueltas a mano alzada y, por encima de todo, unas ganas infinitas de que no haya más noches insomnes, de relanzar sus vidas hacia un futuro prometedor donde queda todo por construir…
Al cabo de un rato, la muchacha se acerca a otro grupo de jóvenes que, sentados alrededor de una farola, difunden en voz alta reflexiones y pensamientos de José Saramago: “… y a ustedes les toca el deber y la gloria de llevar a la humanidad a la felicidad…”. “A la felicidad…” Repite en voz baja y con nostalgia el final de la frase, aunque ella le da otro significado, más concreto, más íntimo, más dentro de su piel. Seducida y aturdida por la multitud de gritos y pregones, con los abanicos bajo el brazo, recogidos en una modesta bolsa de harpillera, mientras camina va leyendo cada una de las proclamas que los manifestantes han colocado en los toldos que cubren los distintos puestos temáticos levantados en torno a la monumental fuente que preside la plazoleta. Un estremecimiento de emoción recorre su cuerpo y su mente. El emblema de su pueblo natal figura en una de las fotografías pegadas en lo alto de una farola. Nota los ojos empapados en ausencias… por ello, no repara en una figura varonil que desde hace varios minutos la sigue con la mirada, mientras se le va acercando con lentitud. Al llegar a su altura, la sujeta con suavidad por el brazo y le pregunta con acento cálido y conmovido: Aguascalientes, ¿conoces Aguascalientes?
Verónica no se atreve a girar la cabeza. Ha creído reconocer su voz. Al sentir el contacto, firme e inconfundible, de su mano una lluvia de estrellas le devuelve de repente toda la luminosidad a su incierto porvenir. Pero no tiene el valor suficiente para darse la vuelta y dejarse llevar por sus sentimientos. Teme desmayarse, le falta la respiración. En apenas unos instantes, su mente se ahoga en un remolino de ideas temerosas y controvertidas. Desearía desaparecer, volverse invisible, desintegrarse como por encanto, igual que los personajes mágicos de los cuentos infantiles. ¿Y si todo fuera un sueño? ¿Y si la mano que la retiene perteneciera a un desconocido? ¿Estará inventándose una realidad casi olvidada?
El hombre de los cabellos grises siempre ha confiado en su suerte. Algo en su interior le susurra que, de ahora en adelante, el sonido del viento no le hará escapar en busca de otros horizontes. Sus raíces han prendido junto a alguien que no se atreve a mostrarle su gesto más amable por temor a la ingratitud de volver a sentir la estancia vacía. El hombre sonríe, saca de su mochila un abanico que Verónica reconoce inmediatamente y se lo ofrece con un guiño de complicidad. La plaza se ha quedado vacía. Alrededor de la pareja solo pululan dos o tres gatos que acuden a buscar los restos de comida que han abandonado los manifestantes y los turistas que por allí han pasado durante el día. Es medianoche. Suenan las doce en el reloj. El cercano amanecer dará la bienvenida a un día distinto en la vida de dos personajes de ficción que, a partir de ahora, desgranarán sus aventuras en la imaginación de cada uno de nosotros.
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