ojos


viernes, 21 de octubre de 2011

AZUL TURQUESA

 Me llamo Andrés y siento pasión por el mar desde niño. Aun sin visitarlo, me gustaba fantasear con arriesgadas aventuras a bordo de una goleta justiciera: bellísimas mujeres aguardaban mi llegada para liberarlas de bucaneros mercenarios, usurpadores de patrias sin fronteras, que las poseían y ultrajaban para luego venderlas como esclavas al mejor postor. Es una lástima que mis dotes imaginativas no fructificaran en el momento de elegir cómo ganarme la vida.  Me hice corredor de bolsa, en contra del deseo de mi madre, que siempre había soñado con tener un hijo guionista de cine o autor de teatro. Conocí el mar. Me enamoré del mar. Y vuelvo al mar, cada verano, para olvidarme de la mediocridad y el hastío que sufro en mi rutina diaria con las operaciones bursátiles.

Me hablaron de ellos cuando el almanaque marcaba los primeros días de junio. La pareja estaba al frente de un despacho de abogados en uno de los barrios más distinguidos de la ciudad  y yo andaba en litigios debido a una compleja herencia tan inesperada como sustanciosa. Me costó varias pagas extras, pero resolví el asunto de forma satisfactoria para mis intereses. Entre cita y cita, descubrí que el destino preferido de nuestras vacaciones estivales era el mismo, así que puse todo mi interés en no perderlos de vista. Mediante pueriles estratagemas, conseguí establecer un lazo de unión con ellos fuera del terreno laboral. En apenas unas semanas logré ganarme su afecto.

            Acepté la invitación de inmediato. Cuando Iñaki y Ofelia me propusieron realizar un recorrido por la costa alicantina a bordo de la “Pequeña Norma” no pude resistirme. En mi faceta de nuevo rico era un experiencia que me apetecía muchísimo y mis anfitriones pertenecían a la flor y nata de la jurispericia.  Era una oportunidad que no debía dejar escapar. Sin duda, conseguir su amistad me depararía enormes beneficios; en los círculos que frecuentaban jamás faltaba el político más encumbrado o el financiero de más renombre. A mediados de agosto íbamos camino del Cabo de la Nao con la esperanza puesta en un ansiado recreo veraniego. Por fin podría entrar por la puerta principal del Club Náutico sin necesidad de súplicas ni propinas con olor a soborno al portero de turno y sentir el orgullo de presentarme ante mis conocidos junto a dos de los más afamados ganadores de pleitos de la alta sociedad. Aquel sería un verano excepcional. Mi reputación ascendería como la espuma y mi prestigio social alcanzaría, por fin, el rango que siempre había soñado.

            La mañana se presentó espléndida. El turquesa del mar parecía surgido de mágicos pinceles, manejados con desbordada fantasía. La panorámica que se divisaba desde los miradores de la lujosa villa alquilada por mis recién adquiridos amigos solo podrían describirla con exactitud los grandes poetas del romanticismo. Como las  predicciones meteorológicas no aventuraban, a corto plazo, perturbaciones atmosféricas, nos pusimos en marcha a primera hora, pues queríamos aprovechar al máximo todo el tiempo que la luz del día nos regalara. Cargamos la embarcación con lo indispensable para disfrutar de una bonita e interesante excursión y zarpamos en dirección a la Marina Alta. El puerto de Denia sería un buen destino para descansar y pasar allí la noche.  Pero la noche llegaría antes de lo previsto.
           
Tumbado boca arriba sobre la proa del barco entorné los párpados y me dejé embelesar por el rumor de las olas y la refrescante brisa. Mis acompañantes conversaban en voz baja para no molestarme. A velocidad moderada, fuimos bordeando y dejando atrás, indescriptibles acantilados y pequeñas calas de aguas transparentes. Como el paisaje no me era desconocido, di rienda suelta a mi imaginación y jugué a averiguar mentalmente el lugar por el cual transitábamos… de vez en cuando, la lancha daba un saltito más violento de lo normal para el suave oleaje que nos mecía, pero no le presté demasiada importancia. De repente, el respingo que dio mi cuerpo debido a un brusco vaivén de la nave hizo que me sobresaltara. Me incorporé y busqué a mis amigos con la mirada. Todo a mi alrededor era tiniebla. Cárdena penumbra. El horizonte aparecía invadido por un inmenso mar de nubes. La inquietud y el temor ante el sombrío panorama que me rodeaba lograron desfallecer mi ánimo. Lo sorprendente era que, a pesar del aspecto de los cielos, el mar conservaba un oleaje tranquilo, nada embravecido.  Traté de serenarme, de recobrar la calma y puse a trabajar mis cinco sentidos para orientarme y buscar la causa de la desaparición de Iñaki y Ofelia. Sin duda, mientras yo elucubraba sumido en pensamientos oníricos, ellos se habrían lanzado a bucear en busca de alguna cueva submarina. Un aullido pavoroso acompañado del convulso movimiento del barco derrumbó de nuevo mis expectativas de tranquilizarme.  Tomé impulso y salté fuera de la embarcación. No caí al agua. Mi cuerpo se sujetó en un saliente de la roca que formaba parte de aquella gruta natural, porque ese era el espacio en el que me encontraba, el que descubrí asombrado una vez que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad.

El espectáculo con el que me encontré parecía sacado de una narración de Julio Verne. Decenas de diminutas plantas marinas, parecidas a las adelfas, bailaban una danza macabra en torno a una pequeña balsa rectangular construida con juncos y maromas. En el centro de la armadía, apresados y amordazados, Ofelia e Iñaki trataban con sus desorbitados ojos de pedirme auxilio. Intentaban gritar, pero de su garganta apenas salían unos imperceptibles gemidos. Supusieron que acudía a rescatarlos. Pero mi reacción, inexplicablemente, fue huir de aquel espantoso lugar. Me lancé al agua y nadé con todas mis fuerzas hacia la salida de la gruta, un pequeño punto de luz blanca que divisé a lo lejos. Sin embargo, un remolino inesperado se encargó de dirigirme en sentido contrario. La luz salvadora se fue haciendo más y más pequeña hasta desaparecer. La negrura recobró protagonismo en mi desesperación. De nuevo solo. Otra vez perdido en una nebulosa. La precariedad de mi estado se vio agravada porque ahora me hallaba sumergido en el agua y a merced de lo que las corrientes submarinas quisieran hacer conmigo. Confuso y desorientado, me abandoné a mi suerte y dejé que el destino se encargara de sacarme de aquel laberinto. Pensé que si lo que me estaba sucediendo era una pesadilla, en cualquier momento despertaría… y eso fue lo que ocurrió. Abrí los ojos con una sensación reseca y amarga en mi garganta. Apenas si podía respirar, pero aspiré aliviado todo el frescor que el ambiente de la cueva me ofrecía. Relajé mis nervios y suspiré honda, profundamente. El horrible sueño ya no estaba conmigo… pero mis amigos, tampoco. “Pequeña Norma” y yo éramos los únicos moradores de aquella oquedad con aspecto de piscina natural, bellísimo fondo azul turquesa y paredes rocosas adornadas por una vegetación de algas ramosas y fosforescentes. Por lo menos, el silencio y la tranquilidad reinaban en el ambiente. Retomé mi idea de que estarían explorando las profundidades y me dispuse a esperarles. Al cabo de un tiempo sin que nadie apareciera por la superficie, comencé a inquietarme otra vez. Decidí retornar a casa yo solo. A pesar de mi inexperiencia, arranqué la lancha con el único pensamiento de recobrar el orden y el sosiego junto a mis compañeros de viaje.  Supuse que ellos, por alguna causa justificable, estarían de vuelta en casa, esperándome para darme una explicación a toda aquella locura. Con extrema precaución puse rumbo a la playita de la que habíamos zarpado. El crepúsculo comenzaba a mudar el aspecto del horizonte. A pesar de la lentitud con la que avanzaba, en un descuido, choqué contra un saliente del acantilado. El boquete dejó herida de muerte a “Pequeña Norma”. Aturdido por el golpe, caí al agua y sentí cómo me hundía lenta e irremisiblemente acariciado por la gelatinosa suavidad de algas multicolores. Y, de nuevo, volví a despertarme.

Iñaki y Ofelia me abofeteaban al unísono, histéricos, con los rostros desencajados y los ojos enrojecidos por el espanto. Se diría que una rara especie de enajenación mental se había adueñado de sus voluntades.

-¡¡Andrés, Andrés… despierta!! ¡Vamos a la deriva! ¡Hemos perdido de vista la costa y navegamos sin combustible,  empujados por el viento!

            La marea nos iba engullendo dentro de un torbellino de negra espuma, lejos de los graznidos nocturnos de las gaviotas. En un gesto inequívoco de llamada silenciosa a los duendes de la serenidad nos cogimos con fuerza de las manos. Teníamos pocas opciones de salvación, pero un sobrehumano instinto de supervivencia nos alentó a enfrentarnos a los peligros que nos acechaban. Un nudo en mi garganta fue el anuncio de que la cadena de ensoñaciones no había llegado aún a su fin. Entonces, eché a volar mi imaginación como cuando era niño: Allá, en la lejanía, vislumbré la sombra fantasmal de una goleta. Avanzaba hacia nosotros a toda marcha, rutilante, hermosa, segura y fiel.  Sin proponérmelo, comencé a esbozar en mi cabeza el argumento de una novela. El mar, envuelto en un manto azul turquesa, se revelaba como el personaje principal, inmenso, enigmático, furtivo y enamorado.




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